
"En una ocasión pregunté a una vieja dama japonesa: ¿Qué sería lo primero que habría que pedir a Dios? Inteligencia, respondió."
Escuchado en "Alexandra", de Alexander Sokurov
Y cuando el dinosaurio despertó, Carver bebía, el oro de los tigres deslumbraba a Borges, Millás atendía el teléfono. Macondo entonces fue un sueño, una plegaria de Capote perdida en la lejanía de Bowles. El hombre ya no estaba allí. Solo encontraron un relato. Apenas un destello de vida.






Pero a través de estas palabras tú comprendes en seguida que Olivia está envuelta en una nube de hollín y pringue que se pega a las paredes de las casas...
Las ciudades invisibles
Italo Calvino
 De todos los comensales, él, aquél día, el del Libro, era el menos dicharachero. Y, sin embargo, tenía mucho que contar. Pero Joaquín Guerrero Casasola, que acababa de obtener el premio L'H Confidencial de novela negra, se limitó a informarnos de que estaba cursando un doctorado en Salamanca. Ahora que he terminado de leer su espléndida novela Ley garrote recuerdo aquél almuerzo y lamento no haber sido indiscreto para averiguar si Gil Baleares, ese antiguo policía que abandonó el cuerpo “dizque por ideales, ética y esas cosas”, que vive “a salto de mata” y que tiene trabajo cuando alguien lo busca “después de haberlo intentando todo, igual que los desahuciados que buscan curanderos y brujos”, regresará pronto, como vuelven siempre los grandes, de Marlowe a Carvalho, desde que la literatura empezara a teñirse de negro. Ocupado con el entrecot y en seguir la conversación ajena, Guerrero Casasola olvidó, o se lo impidió la charlatanería del resto, hablarnos de ese Méjico que no es lindo ni se parece al que describía “ese puto de [Agustín] Lara que no se cansa de cantar aunque ya esté muerto”. Baleares, su personaje, opina el mundo es “un jodido laboratorio psicológico pervertido por la cadena alimenticia, el pez grande devorando al chico sin necesariamente tener hambre”. No seré yo quien le lleve la contraria. Por desgracia, la realidad es parte de la ficción y no a la inversa. Lo confirma la crónica periodística: “Mal pagados y peor entrenados, los agentes mexicanos son presa fácil para el crimen organizado” (El País, 26/06/07). De puertas para adentro, el extravío del Perro Baleares, la ingenuidad de Juanito el desdoblamiento de Yayo, la honradez del taxista en el último viaje, aportan su cuota a un realismo que no es mágico y sí descorazonador. Recuerdo a Guerrero Casasola, sentado ante mi en la mesa, elegante, silencioso, con esa mezcla de desconfianza y aplomo que usan los grandes escritores para contar la vida.
De todos los comensales, él, aquél día, el del Libro, era el menos dicharachero. Y, sin embargo, tenía mucho que contar. Pero Joaquín Guerrero Casasola, que acababa de obtener el premio L'H Confidencial de novela negra, se limitó a informarnos de que estaba cursando un doctorado en Salamanca. Ahora que he terminado de leer su espléndida novela Ley garrote recuerdo aquél almuerzo y lamento no haber sido indiscreto para averiguar si Gil Baleares, ese antiguo policía que abandonó el cuerpo “dizque por ideales, ética y esas cosas”, que vive “a salto de mata” y que tiene trabajo cuando alguien lo busca “después de haberlo intentando todo, igual que los desahuciados que buscan curanderos y brujos”, regresará pronto, como vuelven siempre los grandes, de Marlowe a Carvalho, desde que la literatura empezara a teñirse de negro. Ocupado con el entrecot y en seguir la conversación ajena, Guerrero Casasola olvidó, o se lo impidió la charlatanería del resto, hablarnos de ese Méjico que no es lindo ni se parece al que describía “ese puto de [Agustín] Lara que no se cansa de cantar aunque ya esté muerto”. Baleares, su personaje, opina el mundo es “un jodido laboratorio psicológico pervertido por la cadena alimenticia, el pez grande devorando al chico sin necesariamente tener hambre”. No seré yo quien le lleve la contraria. Por desgracia, la realidad es parte de la ficción y no a la inversa. Lo confirma la crónica periodística: “Mal pagados y peor entrenados, los agentes mexicanos son presa fácil para el crimen organizado” (El País, 26/06/07). De puertas para adentro, el extravío del Perro Baleares, la ingenuidad de Juanito el desdoblamiento de Yayo, la honradez del taxista en el último viaje, aportan su cuota a un realismo que no es mágico y sí descorazonador. Recuerdo a Guerrero Casasola, sentado ante mi en la mesa, elegante, silencioso, con esa mezcla de desconfianza y aplomo que usan los grandes escritores para contar la vida.
 Lo peor que puede ocurrirle a un lector –un conductor, a fin de cuentas, extraviado en la autopista de una historia– es que, en mitad de la espesa niebla, se haga de noche y deba detener el viaje.  Joaquín M. Barrero me contó que, aunque había urdido tramas desde joven, sólo en ese momento en que las obligaciones laborales dan paso a otras experiencias más personales había conseguido el tiempo y la serenidad necesarios para publicar una novela.
Lo peor que puede ocurrirle a un lector –un conductor, a fin de cuentas, extraviado en la autopista de una historia– es que, en mitad de la espesa niebla, se haga de noche y deba detener el viaje.  Joaquín M. Barrero me contó que, aunque había urdido tramas desde joven, sólo en ese momento en que las obligaciones laborales dan paso a otras experiencias más personales había conseguido el tiempo y la serenidad necesarios para publicar una novela.
 Como socio y amigo que fui de Felipe Alcorta, creo necesario matizar algunos datos de la información ofrecida en este medio sobre las circunstancias que rodearon su vida y su muerte. En el texto, lo primero se reduce a la anécdota. Lo segundo, al absurdo. Sí, es cierto: Alcorta fue a París y regresó, a la fuerza, para cuidar a su madre. Ni allí ni aquí fue feliz. Pero el trato con Brel excede a la simple coincidencia. Ambos mantuvieron una estrecha colaboración artística y personal hasta la desaparición del artista en octubre de 1978. Alcorta, que presenció sus inolvidables actuaciones en el Olympia de 1961, 64 y 66, no dudó en abandonar el negocio para estar junto al amigo en los momentos más críticos de su enfermedad. Fue precisamente L’Abbé Brel quien, intuyendo el abandono en el que se sumió Felipe a la muerte de doña Obdulia, le envió a Leo Dumas, (la expresión "un estudiante francés", que jamás pronunció el supuesto entrevistado, es tan inexacta como maliciosa: hablamos de un reconocido estudioso de la obra de Gómez de Avellaneda). Alcorta, Dumas, ya hospedado en mi casa, y, modestamente, quien esto suscribe quisimos levantar un templo del buen gusto en Las Marquesas, el nombre del establecimiento –que el redactor de la crónica omite- alude, como se sabe, al lugar donde descansa para siempre Jacques. De no habernos tropezado con cierto personaje estoy seguro de que lo hubiéramos logrado. Le animo a encontrar a esa persona, ausente, ya es raro, en una noticia tan documentada como la de ayer. Será interesante saber qué hizo, dónde estuvo y qué amistades frecuentó Felipe Alcorta en estos últimos años. Solo así averiguaremos quién tiró a la basura los discos, quién se llevó las cartas, las fotos, el dinero. Quién cerró, desde fuera, la cámara frigorífica.
 Como socio y amigo que fui de Felipe Alcorta, creo necesario matizar algunos datos de la información ofrecida en este medio sobre las circunstancias que rodearon su vida y su muerte. En el texto, lo primero se reduce a la anécdota. Lo segundo, al absurdo. Sí, es cierto: Alcorta fue a París y regresó, a la fuerza, para cuidar a su madre. Ni allí ni aquí fue feliz. Pero el trato con Brel excede a la simple coincidencia. Ambos mantuvieron una estrecha colaboración artística y personal hasta la desaparición del artista en octubre de 1978. Alcorta, que presenció sus inolvidables actuaciones en el Olympia de 1961, 64 y 66, no dudó en abandonar el negocio para estar junto al amigo en los momentos más críticos de su enfermedad. Fue precisamente L’Abbé Brel quien, intuyendo el abandono en el que se sumió Felipe a la muerte de doña Obdulia, le envió a Leo Dumas, (la expresión "un estudiante francés", que jamás pronunció el supuesto entrevistado, es tan inexacta como maliciosa: hablamos de un reconocido estudioso de la obra de Gómez de Avellaneda). Alcorta, Dumas, ya hospedado en mi casa, y, modestamente, quien esto suscribe quisimos levantar un templo del buen gusto en Las Marquesas, el nombre del establecimiento –que el redactor de la crónica omite- alude, como se sabe, al lugar donde descansa para siempre Jacques. De no habernos tropezado con cierto personaje estoy seguro de que lo hubiéramos logrado. Le animo a encontrar a esa persona, ausente, ya es raro, en una noticia tan documentada como la de ayer. Será interesante saber qué hizo, dónde estuvo y qué amistades frecuentó Felipe Alcorta en estos últimos años. Solo así averiguaremos quién tiró a la basura los discos, quién se llevó las cartas, las fotos, el dinero. Quién cerró, desde fuera, la cámara frigorífica.
 Somos felices aunque siempre que vienen tienen algo que reprocharnos: que a cuento de qué mantenemos cerrado un piso tan grande en la capital, que al instalarnos en la costa nos hemos desentendido de los nietos, que deberíamos comer menos, andar más, gastar poco. Les molesta, incluso, que ahora viajemos con frecuencia. No, no descolgarán el teléfono para saber si hemos llegado bien. Como si no existiéramos. Y descarto la excusa de que cada cual tiene sus propias preocupaciones. Ahí está el pequeño, que gana un dineral, soltero, joven, guapo... ¿No podría atender más a sus padres? Ayer se presentó sin avisar, con la cara arrugada, nos dio un beso y se tumbó en el sofá. Para romper el hielo, su padre empezó a contar lo cómodo que resultó el viaje en tren, lo bien organizada que estuvo la manifestación pero él zanjó las explicaciones: “Ya... Creí veros en el reportaje que dieron en Telenueve.” Le dije que no, que no pasamos cerca de ningún reportero, que Telenueve y todos los periodistas mintieron, que los del gobierno tendrán que mover ficha porque ahora... Tampoco me dejó terminar. Se levantó y, como uno de esos izquierdistas en sus mítines, apoyó las manos sobre la mesa y agachó un poco la cabeza. “En fin, no tengo mucho tiempo. He venido a anunciaros que me caso... con el hombre que vivo desde hace años. Me gustaría que nos acompañarais aunque respetaré otras decisiones”. “¿Y no estáis bien como hasta ahora?”, quise preguntar pero se fue con la misma arrogancia que llegó. Sobre la mesa quedaron los recortes del periódico, los pasquines, las pegatinas. Estuvimos un buen rato callados. Luego fuimos a pasar la tarde a la sede del partido. Se está preparando en Logroño una manifestación para protestar este sábado por algo gordo. Por supuesto, iremos.
Somos felices aunque siempre que vienen tienen algo que reprocharnos: que a cuento de qué mantenemos cerrado un piso tan grande en la capital, que al instalarnos en la costa nos hemos desentendido de los nietos, que deberíamos comer menos, andar más, gastar poco. Les molesta, incluso, que ahora viajemos con frecuencia. No, no descolgarán el teléfono para saber si hemos llegado bien. Como si no existiéramos. Y descarto la excusa de que cada cual tiene sus propias preocupaciones. Ahí está el pequeño, que gana un dineral, soltero, joven, guapo... ¿No podría atender más a sus padres? Ayer se presentó sin avisar, con la cara arrugada, nos dio un beso y se tumbó en el sofá. Para romper el hielo, su padre empezó a contar lo cómodo que resultó el viaje en tren, lo bien organizada que estuvo la manifestación pero él zanjó las explicaciones: “Ya... Creí veros en el reportaje que dieron en Telenueve.” Le dije que no, que no pasamos cerca de ningún reportero, que Telenueve y todos los periodistas mintieron, que los del gobierno tendrán que mover ficha porque ahora... Tampoco me dejó terminar. Se levantó y, como uno de esos izquierdistas en sus mítines, apoyó las manos sobre la mesa y agachó un poco la cabeza. “En fin, no tengo mucho tiempo. He venido a anunciaros que me caso... con el hombre que vivo desde hace años. Me gustaría que nos acompañarais aunque respetaré otras decisiones”. “¿Y no estáis bien como hasta ahora?”, quise preguntar pero se fue con la misma arrogancia que llegó. Sobre la mesa quedaron los recortes del periódico, los pasquines, las pegatinas. Estuvimos un buen rato callados. Luego fuimos a pasar la tarde a la sede del partido. Se está preparando en Logroño una manifestación para protestar este sábado por algo gordo. Por supuesto, iremos.
 Durante su trabajo en una diminuta estafeta del Servicio Postal de EEUU, Gordon Life fue reuniendo una irregular colección de cuentos que nunca llegarían a publicarse en vida del autor. Cercado por las estrecheces económicas y las catástrofes sentimentales, Life encontró en esos avatares un precioso material que deleitaría a cualquier literato sediento de argumentos. El apacible funcionario, según la descripción de sus vecinos, lejos de retratar el paisaje del fracaso halló un lugar narrativo al que su hija, la extravagante Dizz Molley, bautizó como "el Blefescu consuetudinario". En efecto, el millar páginas de Oximorón abre al lector las puertas de un mundo movido por simples poleas. Hechos aparentemente tan cotidianos como la porción de queso a punto de ser deglutida por una rata hambrienta, la estilográfica que rasga el papel o el breve paso de la rebanada de pan por el tostador adquieren en la escritura de Life una dimensión épica, de la que se contagiaron Aaron Ganz, Hugh Molley o el costarricense Plácido Garroncho, entre otros. Con los años, esta intensa observación de lo cotidiano agotaría su vista literaria. Según relata Dizz Molley en la espléndida introducción, que con inexplicable cicatería se nos ha ahorrado a los lectores españoles, relevado del contacto con el público, su principal fuente de inspiración, "Gordon Life abandonó Blefescu y huyó a Lilliput". En sus últimos días trabajó con denuedo en la novela Invocación, la epopeya sobre la construcción de una escalera alrededor de la Torre de Babel y de la que Hipálague editará en breve una nueva traducción a cargo de Eva Mariscal. El periodista Drew Northon, que la víspera de la publicación de Oximorón dio con el escritor en un siquiátrico de Washington, Alabama, consiguió salvar el manuscrito de esta obra inconclusa antes de que fuera interceptado por los agentes de McCarthy.
 Durante su trabajo en una diminuta estafeta del Servicio Postal de EEUU, Gordon Life fue reuniendo una irregular colección de cuentos que nunca llegarían a publicarse en vida del autor. Cercado por las estrecheces económicas y las catástrofes sentimentales, Life encontró en esos avatares un precioso material que deleitaría a cualquier literato sediento de argumentos. El apacible funcionario, según la descripción de sus vecinos, lejos de retratar el paisaje del fracaso halló un lugar narrativo al que su hija, la extravagante Dizz Molley, bautizó como "el Blefescu consuetudinario". En efecto, el millar páginas de Oximorón abre al lector las puertas de un mundo movido por simples poleas. Hechos aparentemente tan cotidianos como la porción de queso a punto de ser deglutida por una rata hambrienta, la estilográfica que rasga el papel o el breve paso de la rebanada de pan por el tostador adquieren en la escritura de Life una dimensión épica, de la que se contagiaron Aaron Ganz, Hugh Molley o el costarricense Plácido Garroncho, entre otros. Con los años, esta intensa observación de lo cotidiano agotaría su vista literaria. Según relata Dizz Molley en la espléndida introducción, que con inexplicable cicatería se nos ha ahorrado a los lectores españoles, relevado del contacto con el público, su principal fuente de inspiración, "Gordon Life abandonó Blefescu y huyó a Lilliput". En sus últimos días trabajó con denuedo en la novela Invocación, la epopeya sobre la construcción de una escalera alrededor de la Torre de Babel y de la que Hipálague editará en breve una nueva traducción a cargo de Eva Mariscal. El periodista Drew Northon, que la víspera de la publicación de Oximorón dio con el escritor en un siquiátrico de Washington, Alabama, consiguió salvar el manuscrito de esta obra inconclusa antes de que fuera interceptado por los agentes de McCarthy.
 La policía no cree que el cocinero Felipe Alcorta, cuyo cadáver apareció anteayer en la cámara frigorífica de su restaurante, fuera asesinado. Se descarta, además, que pudiera tratarse de un suicidio. Numerosos clientes acudieron al tanatorio para despedir al popular hostelero que inauguró su establecimiento a principios de los ochenta, tras cuidar, durante más de una década, a su madre, aquejada de una enfermedad degenerativa."Los años que pasé en París fueron los mejores de mi vida –declaró. Trabajé duro: planché camisas, preparé coronas de difuntos. Un amigo me dio la oportunidad para cantar en una braserie. Allí conocí a ese artista tan famoso, un tal Brel, que fumaba como un carretero. Cierta noche estuvo bebiendo hasta tarde. Antes de marcharse, nos ofreció una canción muy triste que había compuesto para olvidar a la mujer a la que acababa de abandonar. Después no le volví a ver". A principios de los setenta, Alcorta regresó. "Mi padre había muerto y mamá estaba sentenciada por la enfermedad. Renuncié a mi carrera para quedarme a su lado. Cuando falleció, mucho más tarde de lo que ambos esperábamos, no tenía un duro. Un estudiante francés que habíamos hospedado tiempo atrás me convenció de que abriera un restaurante en la antigua cristalería familiar. Durante meses, yo cociné las recetas de mamá y él atendió el comedor. Por fortuna, el negocio ya marchaba solo cuando se largó, de la noche a la mañana y sin la menor explicación".Ni en el local ni en la modesta vivienda que ocupaba el fallecido en la parte superior del edificio se han hallado indicios de violencia pero todo parece indicar que Alcorta quiso desprenderse de algunos efectos personales. Su colección de discos de chansoniers ha aparecido en un contenedor de basura.
 La policía no cree que el cocinero Felipe Alcorta, cuyo cadáver apareció anteayer en la cámara frigorífica de su restaurante, fuera asesinado. Se descarta, además, que pudiera tratarse de un suicidio. Numerosos clientes acudieron al tanatorio para despedir al popular hostelero que inauguró su establecimiento a principios de los ochenta, tras cuidar, durante más de una década, a su madre, aquejada de una enfermedad degenerativa."Los años que pasé en París fueron los mejores de mi vida –declaró. Trabajé duro: planché camisas, preparé coronas de difuntos. Un amigo me dio la oportunidad para cantar en una braserie. Allí conocí a ese artista tan famoso, un tal Brel, que fumaba como un carretero. Cierta noche estuvo bebiendo hasta tarde. Antes de marcharse, nos ofreció una canción muy triste que había compuesto para olvidar a la mujer a la que acababa de abandonar. Después no le volví a ver". A principios de los setenta, Alcorta regresó. "Mi padre había muerto y mamá estaba sentenciada por la enfermedad. Renuncié a mi carrera para quedarme a su lado. Cuando falleció, mucho más tarde de lo que ambos esperábamos, no tenía un duro. Un estudiante francés que habíamos hospedado tiempo atrás me convenció de que abriera un restaurante en la antigua cristalería familiar. Durante meses, yo cociné las recetas de mamá y él atendió el comedor. Por fortuna, el negocio ya marchaba solo cuando se largó, de la noche a la mañana y sin la menor explicación".Ni en el local ni en la modesta vivienda que ocupaba el fallecido en la parte superior del edificio se han hallado indicios de violencia pero todo parece indicar que Alcorta quiso desprenderse de algunos efectos personales. Su colección de discos de chansoniers ha aparecido en un contenedor de basura.


 Dios hace tiempo que se marchó de este mundo, sentencia un personaje en el trailer de "Diamantes de sangre", la última película de Leonardo Di Caprio. Podría servir para empezar. A Matilde Horne, de 92 años, la traductora de 'El señor de los anillos' a la que le dieron un millón por el trabajo de toda una vida, le parece "hermosísima" la palabra llovizna, "con esa elle como tartamuda y los sonidos que vienen a continuación ". En cambio, muñón le estremece, "es un trozo de carne que no está vivo, pero tampoco está muerto". Matilde cobra trescientos euros al mes y vive en una residencia de ancianos. Tengo el recorte del periódico sobre la mesa para escribir unas líneas en cuanto tenga clara una idea. También quisiera decir algo sobre la imagen de Saddam con la soga al cuello, los réditos electorales que devengarán ciertas actitudes ante el terrorismo, o "La primavera romana de la señora Stone", que Bruguera ha publicado hace poco. Debería ordenar un poco los conceptos. "Trato de averiguar de qué escribo al tiempo que escribo", Marías dixit. Y los días pasan. Sigo perdido.
 Dios hace tiempo que se marchó de este mundo, sentencia un personaje en el trailer de "Diamantes de sangre", la última película de Leonardo Di Caprio. Podría servir para empezar. A Matilde Horne, de 92 años, la traductora de 'El señor de los anillos' a la que le dieron un millón por el trabajo de toda una vida, le parece "hermosísima" la palabra llovizna, "con esa elle como tartamuda y los sonidos que vienen a continuación ". En cambio, muñón le estremece, "es un trozo de carne que no está vivo, pero tampoco está muerto". Matilde cobra trescientos euros al mes y vive en una residencia de ancianos. Tengo el recorte del periódico sobre la mesa para escribir unas líneas en cuanto tenga clara una idea. También quisiera decir algo sobre la imagen de Saddam con la soga al cuello, los réditos electorales que devengarán ciertas actitudes ante el terrorismo, o "La primavera romana de la señora Stone", que Bruguera ha publicado hace poco. Debería ordenar un poco los conceptos. "Trato de averiguar de qué escribo al tiempo que escribo", Marías dixit. Y los días pasan. Sigo perdido. Aboliamo gli auguri
Aboliamo gli auguri