Y cuando el dinosaurio despertó, Carver bebía, el oro de los tigres deslumbraba a Borges, Millás atendía el teléfono. Macondo entonces fue un sueño, una plegaria de Capote perdida en la lejanía de Bowles. El hombre ya no estaba allí. Solo encontraron un relato. Apenas un destello de vida.

9/25/2007

Su rostro y mañana


"Conrad decía que escribía sobre todo para que la gente viera. Era el mismo afán que tenía cuando era marino. Lo peor que le podía pasar a un marinero era no ver. Yo escribo para que la gente vea. A veces ocurre que cuando más interés tenemos en ver, vemos menos. Al narrador (...) le pasa que cuando más falla a la hora de interpretar es cuando está mirando a las personas más cercanas."






Javier Marías
(entrevistado por Juan Cruz)
EPS, 23/09/07

9/20/2007

Acuse de recibo. La piel arrugada. Hacia una definición del entusiasmo

Al séptimo día tampoco descansó: le dolía la cabeza, el escándalo que llegaba desde el bar de abajo no le había dejado pegar ojo durante toda la noche, la víspera olvidó comprar café y, al abrir el grifo, lamentó haber dejado al portero con la palabra en la boca. En esas circunstancias, no se sintió con fuerzas para buscar alguno de los libros que habían quedado a medio leer o para sentarse ante el ordenador. En calzoncillos, dio varias vueltas por la casa. Al fin, se tumbó en el sofá y concentró la mirada sobre los calcetines anaranjados. Recorrió una a una las bolitas que acusaban el desgaste de la lana hasta que su mente encontró un argumento a tanta contrariedad. Sobre las páginas de una guía telefónica, Enrique Redel escribió, al cabo de un rato, las primeras líneas de La piel arrugada, un análisis de la pérdida del entusiasmo en las sociedades contemporáneas. Lejos de plantearlo como un espejismo, el autor desafía a San Agustín y, al igual que algunos novelistas estadounidenses, sitúa el concepto en el campo de lo cotidiano, como aquellos viejos calcetines que protegían sus pies. Pero discrepa de los pensadores ortodoxos, que asocian ese impulso a la juventud y de quienes lo vinculan a un empeño más o menos imposible. “El engaño emana de la misma etimología del término –escribe-, nadie podrá demostrar que todo entusiasta lleva un dios dentro”. Tras sortear con habilidad la tentación de convertirse en un nuevo gurú de la autoayuda o de la literatura visionaria, Redel sugiere al lector una gimnasia para mantener su entusiasmo: compartir lo que se admira, entregarse sin reservas a todo cuanto parece atractivo. Resistir, en definitiva, al peor de los tedios. Ése que nos hace creer que el fin del mundo ocurrirá en domingo.


Los años arrugan la piel, pero renunciar al entusiasmo arruga el alma.
Albert Schweitzer (1875-1965)


La piel arrugada. Diario de un entusiasta
Enrique Redel
Zhen Ediciones

9/10/2007

Cada escritor es una casa


Cuando la fama era otra cosa, cualquier lector podía contactar con relativa facilidad con un autor popular. Algunos, como Martín Vigil, solían consignar su dirección al final de sus novelas. Otros respondían con amabilidad las cartas que recibían. No recuerdo cómo obtuve su número pero sé que, pocos días después de que ingresara en la Academia, hablé por teléfono con Carmen Conde. La llamé otras veces, más tarde, con algún pretexto, una entrevista para la revista del instituto o la felicitación por alguno de los muchos libros que publicó en aquél tiempo. La circunstancia de que viviera en la misma casa que Vicente Aleixandre, otro de mis escritores favoritos por entonces, hacía más atractivas aquellas conversaciones. El joven que fui imaginaba a los dos bardos sentados frente al televisor, como mi madre veía la telenovela con la vecina del séptimo. Al cumplir los diecisiete, Cien años de soledad y Últimas tardes con Teresa me abrieron otros horizontes lectores. Me encontré con Carmen Conde pasado el tiempo, cuando ya no leía sus poemas: charlaba en un acto con Rosa Chacel, su rival en la terna de entrada a la Española. Ahora que se cumple el centenario de su nacimiento, con la espléndida biografía de José Luis Ferris recupero la casa de Velintonia 3, los poemas de El tiempo es un río lentísimo de fuego –uno de sus mejores libros, para mi gusto- y la negativa elegante de la escritora –"hay una enferma en casa"- al adolescente que pretendió aprovechar una escapada a Madrid para visitarla. En el vacío de lo que ya no es, Ferris pone nombre y situación a lo que en sus memorias era sólo una insinuación, sin que nadie, ni la autora, ni sus lectores, tengan la sensación de haber caído en ese afán sensacionalista tan de nuestro tiempo.

9/01/2007

Operación Retorno/De Mario Benedetti, "Amor por el bosque"


Había una vez un bosque, lleno de trastos viejos y florecillas nuevas, entre los que, inconscientemente alegres, corrían, volaban, saltaban o, simplemente, transitaban sus habitantes naturales: gorriones, vaquitas de sanantonio, mulitas, zorrinos, liebres, perdices, ranas, cotorras, picaflores, etcétera.
Las relaciones zoociológicas eran relativamente buenas. Después de cada lluvia los hongos nacían como hongos, y eso daba abundante motivo a los cantos, graznidos, cotorreos, mugidos, rebuznos y otros medios de comunicación de masas. Las flores eran vulgares y silvestres, pero por lo menos nadie las pisoteaba. Con su samba de una sola nota las insistentes ranas llenaban la noche. Eran verdaderamente llenadoras. En época de relativa escasez, los animales mayores corrían la liebre; pero cuando la escasez era más grave hasta las liebres corrían la liebre. Sin embargo, y pese a todas las dificultades de la vida salvaje, aquel era un bosque feliz.
Naturalmente había objeciones contra la tozudez de las mulitas, la difamación de las cotorras o la ronca sapiencia de los sapos; pero después de todo un picaflor tenía casi los mismos derechos que un yacaré, la única diferencia estaba en la dentadura. Todos estaban autorizados a ver el cielo, que aparecía entre las altas ramas y, cuando las calandrias cantaban el himno del bosque, los pinos se quitaban respetuosamente las copas y todos los árboles lo escuchaban de pie.
Por supuesto, un bosque es un conjunto de árboles y de matas, pero en él todo marcha mucho mejor cuando se arbola que cuando se mata. Esto no pareció importarle demasiado a un señorito ceñudo y sañudo que apareció en el bosque una mañana gris. De entrada, miró con resentimiento a arbustos y alimañas. Como anticipo, pisoteó un escarabajo y le arrancó lentamente las alas a una mariposa. Al día siguiente vino con otros hombres igualmente ceñudos y sañudos, acompañados de extraños instrumentos, herramientas y maquinarias. Durante dos o tres semanas, indiferente a las más hondas aspiraciones de la flora y de la fauna, taló y taló. No dejó un solo árbol en pie. Los animales y animalitos que, por algún azar, lograron sobrevivir a la hecatombe, pasado el estupor inicial huyeron despavoridos.
Por fin, el hombrecito hizo cargar todos los troncos en enormes caminos. Sólo una tortuga quedó, por razones que ustedes podrán imaginar, para presenciar esta última operación. Por lo tanto, fue ella el único testigo de un extraño gesto: el hombrecito desenrolló un gran cartel y lo colocó en el primero de los camiones. Como la tortuga era analfabeta no pudo enterarse del texto del letrero, que decía: "Yo quiero a mi bosque, ¿Y usted?"

Principal acusado

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"Todo misterio resulta al fin una trampa. El rastro de Miguel Fernández, su espejismo, conducen a la nada. Inventarlo fue mi error. Conocerle, mi tragedia.”