Y cuando el dinosaurio despertó, Carver bebía, el oro de los tigres deslumbraba a Borges, Millás atendía el teléfono. Macondo entonces fue un sueño, una plegaria de Capote perdida en la lejanía de Bowles. El hombre ya no estaba allí. Solo encontraron un relato. Apenas un destello de vida.

6/12/2006

Si una noche de invierno un viajero...


La noche que murió Vicente Aleixandre escuché por primera vez a Javier Lostalé. En el pueblo la oscuridad era un fardo que aplastaba cualquier intento de rebelión. Solo algún camión osaba desafiar la ley de la gravedad horizontal para rasgar el lienzo amarillento que colgaban de las viejas farolas. El frío, ese fantasma sin sábana, saltaba de cuarto en cuarto, de calle en calle, para borrar palabras, apagar los sueños, despertar el miedo. La radio susurró entonces que el gran poeta Vicente Aleixandre acababa de fallecer a los 86 años en su casa, sita en Welingtonia número tres. Apenas había salido alguna vez de allí. Vi la nariz afilada, el rostro plácido, las manos blanquecinas del vidente. Odié a Lostalé, el fingidor que micrófono en mano emocionaba desde la unidad móvil en el boletín informativo de la una, de las dos, de las tres. Ese Lostalé recibido cada tarde con una sonrisa por el maestro mientras yo me resignaba a entrevistarle para la revista del instituto ante la desesperación del director. “Con estos del 27, cuidado. ¿Y por qué se escribe, don Vicente? Porque es lo único que me queda, para ser joven y alimentar una esperanza radical”. Y el muchacho volcaba aquel diálogo sin conocimiento sobre el carro de la Olivetti Lettera 36, a escondidas de la profesora que quiso ser la Margarita de Rubén. El medio pudo ser el mensaje pero Lostalé no existió esa madrugada. Aunque su emoción llevara, condujera, mezclara, rumorosamente arrastrara el cadáver del difunto, nunca visitó a Aleixandre, ni supo apreciar el aroma de la rosa inclinada ni halló el resplandor más hondo. La poesía miente. Tampoco yo llegaría jamás a Wellingtonia, ni escribiría versos ni pondría mi mano sobre el hombro del poeta para decir con voz muy baja «Amigo... todo está consumado».

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"Todo misterio resulta al fin una trampa. El rastro de Miguel Fernández, su espejismo, conducen a la nada. Inventarlo fue mi error. Conocerle, mi tragedia.”