Y cuando el dinosaurio despertó, Carver bebía, el oro de los tigres deslumbraba a Borges, Millás atendía el teléfono. Macondo entonces fue un sueño, una plegaria de Capote perdida en la lejanía de Bowles. El hombre ya no estaba allí. Solo encontraron un relato. Apenas un destello de vida.

7/25/2006

¿Qué habría sido de mi tranquila ignorancia sin ese patio de páginas con aromas de azahar?


De las muchas cualidades que la naturaleza me ha privado, la que más echo en falta es una de esas memorias de elefante, capaces de reproducir, con la precisión y la rapidez del mejor ordenador, un pasaje, una cita, una cifra exacta. Mi retentiva nunca ha ido más allá del primer renglón de “Cien años de soledad”, un verso de Borges o Kavafis, y los ocho dígitos de mi DNI. Se salvan, eso sí, algunas fechas relacionadas con los cumpleaños de los más íntimos, poquísimos aniversarios que recordar no quiero, y dos o tres eventos históricos: 711, 1492, 1808, 1989. Seguro que, para lo que han aportado estas datas a la humanidad, habría sido preferible no retenerlas. La mayoría de esos hitos son, en realidad, mentiras podridas, una suma de falsedades tantas veces repetida para perpetuar la vieja historia universal de la infamia.
Al igual que ocurría en las páginas de Borges o Lewis Carroll, al volver la última página de “Azafrán” mi noción del mundo fue otra. También yo hubiera querido desde ese momento ser vasallo de Muhammad I ben Yusuf, el fundador de la familia nazarí, recibir los cuidados del galeno sevillano Târek Ibn Karim o escuchar al rabino cordobés Yonatán ben Akiva.
Con su tarea discreta, curiosa, literariamente humilde, José Manuel García Marín ha destapadoen la narrativa española un frasco de esencias desconocidas, y efectos mucho menos previsibles. A partir de “Azafrán” y de otros títulos que venido después, será difícil mantener en pie, sin sabernos víctimas de la confabulación, tanto principado, baluarte, pelayo, guzmán y boabdil llorón que poblaron los libros de la mentira.
A García Marín, además, le cabe la satisfacción de poder asistir a esa revisión, sosegada pero tenaz, de un tiempo robado, al que acuden, mire ustéd por dónde, con sospechosa insistencia Aznar y Bin Laden. Sin caer en la pretensión del falso cartomante: la suerte de “Azafrán” será distinta a la que corrieron Olagüe o García Gómez. Ni Ben Saleh, ni Ben Yusuf, ni Nicolás, ni Zaynab, ni Yaevagarán como sombras por el recuero de los lectores como se pierden los números, las fechas, los aniversarios, las efemérides en la nada absoluta de mi memoria.

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"Todo misterio resulta al fin una trampa. El rastro de Miguel Fernández, su espejismo, conducen a la nada. Inventarlo fue mi error. Conocerle, mi tragedia.”