Y cuando el dinosaurio despertó, Carver bebía, el oro de los tigres deslumbraba a Borges, Millás atendía el teléfono. Macondo entonces fue un sueño, una plegaria de Capote perdida en la lejanía de Bowles. El hombre ya no estaba allí. Solo encontraron un relato. Apenas un destello de vida.

9/01/2007

Operación Retorno/De Mario Benedetti, "Amor por el bosque"


Había una vez un bosque, lleno de trastos viejos y florecillas nuevas, entre los que, inconscientemente alegres, corrían, volaban, saltaban o, simplemente, transitaban sus habitantes naturales: gorriones, vaquitas de sanantonio, mulitas, zorrinos, liebres, perdices, ranas, cotorras, picaflores, etcétera.
Las relaciones zoociológicas eran relativamente buenas. Después de cada lluvia los hongos nacían como hongos, y eso daba abundante motivo a los cantos, graznidos, cotorreos, mugidos, rebuznos y otros medios de comunicación de masas. Las flores eran vulgares y silvestres, pero por lo menos nadie las pisoteaba. Con su samba de una sola nota las insistentes ranas llenaban la noche. Eran verdaderamente llenadoras. En época de relativa escasez, los animales mayores corrían la liebre; pero cuando la escasez era más grave hasta las liebres corrían la liebre. Sin embargo, y pese a todas las dificultades de la vida salvaje, aquel era un bosque feliz.
Naturalmente había objeciones contra la tozudez de las mulitas, la difamación de las cotorras o la ronca sapiencia de los sapos; pero después de todo un picaflor tenía casi los mismos derechos que un yacaré, la única diferencia estaba en la dentadura. Todos estaban autorizados a ver el cielo, que aparecía entre las altas ramas y, cuando las calandrias cantaban el himno del bosque, los pinos se quitaban respetuosamente las copas y todos los árboles lo escuchaban de pie.
Por supuesto, un bosque es un conjunto de árboles y de matas, pero en él todo marcha mucho mejor cuando se arbola que cuando se mata. Esto no pareció importarle demasiado a un señorito ceñudo y sañudo que apareció en el bosque una mañana gris. De entrada, miró con resentimiento a arbustos y alimañas. Como anticipo, pisoteó un escarabajo y le arrancó lentamente las alas a una mariposa. Al día siguiente vino con otros hombres igualmente ceñudos y sañudos, acompañados de extraños instrumentos, herramientas y maquinarias. Durante dos o tres semanas, indiferente a las más hondas aspiraciones de la flora y de la fauna, taló y taló. No dejó un solo árbol en pie. Los animales y animalitos que, por algún azar, lograron sobrevivir a la hecatombe, pasado el estupor inicial huyeron despavoridos.
Por fin, el hombrecito hizo cargar todos los troncos en enormes caminos. Sólo una tortuga quedó, por razones que ustedes podrán imaginar, para presenciar esta última operación. Por lo tanto, fue ella el único testigo de un extraño gesto: el hombrecito desenrolló un gran cartel y lo colocó en el primero de los camiones. Como la tortuga era analfabeta no pudo enterarse del texto del letrero, que decía: "Yo quiero a mi bosque, ¿Y usted?"

4 comentarios:

Anónimo dijo...

A veces todos somos analfabetos y miramos sin (leer) ver.Me parece que no queremos a los bosques, ni a los parques, ni las calles donde siempre jugamos de niños y ahora transitamos. Ni siquiera nos queremos a nosotros mismos, de lo contrario, otro gallo nos cantaría (en nuestro propio bosque).
Precioso este relato. Qué bonito, "...los pinos se quitaron respetuosamente las copas...". El punto entero me ha parecido encantador.
Saludos y bienvenido, tenía ganas de volverle a leer.
Federico, el ciber-lector.

Rosa Ribas dijo...

Ya se te echaba de menos.

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho, muchísimo, este relato. Me parece muy ingenioso. He disfrutado mucho leyéndote.

Besos

LA CASA ENCENDIDA dijo...

Precioso....

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"Todo misterio resulta al fin una trampa. El rastro de Miguel Fernández, su espejismo, conducen a la nada. Inventarlo fue mi error. Conocerle, mi tragedia.”