
Cuando lo compré, Truman era un señor que, según la Enciclopedia Durban, mi única fuente de conocimiento, arrasó Hiroshima. Tampoco me decían nada el apellido, Capote, y la filiación del otro, un tal Borges. Aquél otoño del ochenta el rojo y el amarillo invadieron los quioscos. ¿Quién se podía resistir al capricho de hacerse, por el precio de uno, con los dos libros? Luego, vinieron más títulos, cambié varias veces de casa, supe más de Capote y, una tarde de lluvia, quise ver a Kodama y a Jorge Luis, del brazo, por la Gran Vía. Al abrir ayer la Nueva antología personal, las páginas crujieron. Pese a que el papel y la impresión de hoy son diferentes, el libro que compré cuando fui joven no ha envejecido. La existencia de los libros se rige por una ley distinta: unos nacen en el orfanato de la indiferencia, otros crecen de un estirón y después desaparecen, los buenos se adaptan a la mudanza del tiempo, los mejores van de mano en mano hasta que se aseguran un alojamiento, temporal eso sí, pero digno, en cualquier estantería. La otra tarde, por ejemplo, descubrí en el escaparate de una librería de segunda mano un ejemplar de El síndrome Chejov. Con porte digno, desde el último anaquel observaba a Da Vinci, Potter, Ruiz Zafón y otras canciones veraniegas. “El síndrome...” se ha hecho adulto, pensé y le auguré el porvenir de los volúmenes de la colección Reno, que tanto gustaban a mi madre, de las novelas ilustradas de Bruguera, de los crisolines, de nuestra coloreada colección Austral. Es obvio que los libros sobreviven a quienes los escriben: en mi amarillenta antología borgiana ni está la lluvia que sucede en el pasado ni en la biografía de su autor se anuncia cierto día de junio de 1986, en Ginebra.